El debate sobre la inmigración se está convirtiendo en tema político y polémico, hasta el extremo de llegar a ser la línea roja que impide o aproxima la cooperación entre los partidos políticos. Hoy no tengo la intención de terciar en el posicionamiento de unos y otros sobre el espinoso tema de la inmigración, ni de dar o quitar la razón que les asiste, sino de algo más simple. Al recibir el encargo de escribir este relato navideño, que me ha hecho la directora de nuestro periódico, ha venido a mi memoria la imagen de una pareja huyendo hacia Egipto con su criatura recién nacida en los brazos de la madre para ponerla a salvo.
No es un recurso imaginario con el que ilustrar mi relato navideño, sino un hecho real, con toda su carga emocional, testificado por la tradición evangélica. Puesto a pensar en las escuetas frases que ha dejado escritas el evangelista, he imaginado una escena que pudo desarrollarse más o menos de esta manera:
«Los esposos María y José habían salido de Nazaret, donde tenían su casa, su taller y sus amistades, camino de Belén para empadronarse y cumplir la orden del emperador romano, que había decidido hacer un censo de los habitantes del Imperio con vistas al reparto del impuesto. El viaje no fue nada cómodo, a pesar de que disponían de un jumento sobre el que María se acomodó del mejor modo que pudo junto a los enseres más indispensables que llevaron consigo. María estaba embarazada y podemos imaginar los sinsabores de una caminata de ciento cincuenta kilómetros en estas condiciones.
Al llegar a Belén, las circunstancias no les fueron más propicias: los ascendientes de José procedían de Belén, la ciudad de David, pero eran parientes lejanos con los que apenas se veían y, cuando llegaron, no tenían sitio en sus casas para acoger a la pareja. A causa del empadronamiento todo estaba abarrotado y tampoco encontraron un mal rincón en el albergue, de modo que se refugiaron en un establo, donde a María le llegó la hora del parto, seguramente acelerado por el ajetreo del viaje, y allí dio a luz a su hijo. Me imagino la tristeza de José, viéndose incapaz de proporcionar a su esposa un lugar menos cutre, pero así son las cosas para los pobres.
Sin embargo, no todo fueron disgustos. Unos pastores, que velaban al raso su rebaño, fueron alertados por el llanto de la criatura recién nacida y se acercaron al establo donde encontraron a la pareja con un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre. Entonces se produjo algo insólito: el aleteo de una multitud de ángeles que cantaban, o eso les pareció, “Gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz a los hombres en quienes él se complace”. Pocos días después se presentaron en Jerusalén unos magos, familiarizados con el curso de las estrellas, que venían de Oriente, y preguntaron por “el rey de los judíos que ha nacido”. José y María recibieron a los magos muy contentos, pero aquellos magos les trajeron, sin pretenderlo, una nueva desgracia: Herodes, que era un rey títere y tan ignorante que no conocía las Escrituras de su pueblo, preguntó a los entendidos dónde nacería el Mesías. Temió ser derrocado por aquel “rey de los judíos”, que atraía la atención de las gentes de Oriente y decidió cortar por lo sano: se puso a buscar a aquella pobre criatura para matarla. De este modo, la joven familia que había llegado desde Nazaret pasó a ser una familia emigrante. A eso de la media noche, José despertó a María y le dijo todo asustado:
– María, de prisa, coge al niño y lo más indispensable, que nos ponemos en camino. He sabido que Herodes está buscando a nuestro niño para matarle. No me preguntes ahora cómo lo he sabido, ya te lo contaré, pero Herodes busca a nuestro niño…
– ¿Otra vez en camino, José? –dijo María sobresaltada por las prisas–. ¿Dónde vamos a ir?
– A Egipto –respondió José–. Sólo allí Jesús estará seguro hasta que muera Herodes, que ya está muy mayor.
– José, aún me duele todo el cuerpo por la caminata que hicimos desde Nazaret –se quejó María–. ¡Señor, Señor! ¿Por qué nos tratas así?
– María –terció José–, recuerda que los designios de Dios son inescrutables. Bien lo sabemos tú y yo.
– Es verdad, José. Desde que el Señor me dijo que sería la madre de Jesús, lo he pensado muchas veces y estoy llegando a la convicción de que, para que su Hijo sea semejante en todo a la raza humana, no puede tener privilegios. Por lo visto, también ha de solidarizarse con tantos emigrantes que han de huir de su tierra para sobrevivir.
– Date prisa, María. Pongámonos en camino; ya tendremos tiempo de meditar en los designios del Padre –la apremió José mientras la ayudaba a subirse sobre el jumento con la criatura en sus brazos–».
Así fue como la familia de Jesús emigró, buscando seguridad para el niño que había sido concebido en las entrañas de María por obra del Espíritu Santo.
Ahora, algunos políticos y no pocos ciudadanos de los países ricos piensan que los inmigrantes son una amenaza y no saben qué hacer con ellos. Tal vez deberían dedicar algún tiempo a pensar en esta historia y seguramente encontrarían una salida más humana y solidaria que la de blindarse con unas duras leyes de expulsión.







