Resulta paradójica la parábola del administrador astuto que nos sugiere la liturgia de este domingo. A primera vista, cuesta entender por qué Jesús lo pone como ejemplo, si en realidad había actuado de manera deshonesta. Sin embargo, lo que el Señor alaba no es su engaño, sino la sagacidad con la que supo prepararse para el futuro. Esa misma previsión y lucidez es la que estamos llamados a ejercitar los “hijos de la luz”: aprender a mirar más allá de lo inmediato y a orientar nuestra vida hacia lo que verdaderamente importa, ser de Dios y vivir en Él.
El dinero, el poder, la autoridad, el prestigio pueden ser un medio o un ídolo. Son nefastos cuando usurpan el lugar de Dios y nos esclavizan, haciéndonos olvidar a los pobres y a los hermanos que esperan de nosotros una mano tendida.
No somos dueños absolutos, sino simples administradores de los dones que hemos recibido. Todo, nuestros bienes, capacidades, tiempo y talentos, es regalo del Señor para que aprendamos a compartirlo y ponerlo al servicio de los demás. El reto no es acumular, sino sembrar. No es vivir para nosotros mismos, sino abrir caminos de fraternidad.
Jesús nos invita a usar la verdadera astucia evangélica: invertir en lo que permanece, que es el amor. Transformar lo que puede ser causa de egoísmo en instrumento de fraternidad. Quien comparte, lejos de perder, gana una vida más libre, plena y fecunda. El “banco del amor” es el único que ofrece un interés eterno: la amistad, la justicia y la esperanza compartida.
El cristiano está llamado no solo a ser un administrador justo, sino misericordioso. Esta es la verdadera inteligencia del Evangelio: gastar la vida en favor de los demás, para que nadie se pierda y todos puedan experimentar la cercanía de Dios.