A mi profesor D. Joaquín Ferrer
Se está perdiendo la costumbre de escribir cartas, es un hecho. Hace unos días, Juan Manuel de Prada y Sergio del Molino hablaron aquí de muchas cosas, entre ellas, de la biografía y convinieron ambos en que esta forma de relato literario perderá, acaso desaparecerá o quedará muy diezmado, porque no habrá cartas en las que apoyarse. Esa especie de subgénero, el epistolar, que tantos buenos escritos nos ha transmitido y que tanta información nos ha proporcionado sobre aspectos íntimos, reflexiones, pensamientos, dudas, amores, desamores de quienes lo cultivaron tiene los días contados. Se podría pensar que el e-mail puede sustituirlo, pero no, de qué. Y no digamos ese sucedáneo, el WhatsApp, que empobrece la lengua.
Yo sigo resistiendo y aunque utilizo el e-mail –¡qué remedio!– tanto en mi profesión como en muchas comunicaciones privadas, escribo cartas y las remito por el método tradicional. Es cierto que me quedan pocos interlocutores que contesten por el mismo sistema. Una pena. Recuerdo las que mandaba, puntualmente, el profesor Aranguren. Lo conocí aquí cuando venía, sin falta, casi cada año mientras pudo, al centro de la UNED y, amable y educadísimo, estaba siempre deseoso de escuchar a los demás, también a los jóvenes como yo y a mantener la relación así, por carta, para estar con el otro en la distancia. Cuando faltó, su discípulo Javier Muguerza le tomó el relevo. También conservo las de Félix Grande y Paca Aguirre, llegaban cada poco, hermosas, entrañables, hasta su final. Las de Sor Hipólita, desde Barcelona en el último trecho de su vida, aconsejando, acompañando. O las de Julián, un lector de este periódico que, amablemente, me solía escribir cuando leía algún artículo mío. Y las de Ángel, mi querido amigo procurador, que escribía con una letra indescifrable, me llevaba un rato entenderla. Le quedó a Ángel una carta última escrita, que ya no mandó, fue rápida su partida. A todas contestaba a vuelta de correo, como tiene que ser. Cartas que son mucho más que unas letras. Mucho más que un recuerdo.
Hoy quiero escribir ésta de despedida a mi profesor Joaquín Ferrer y desearía que, desde el más allá, pudiera leerla. Es una carta sencilla, sentida, de agradecimiento. Eso que, en vida, por pudor, no se exterioriza y pasa el tiempo y, a veces, no se llega a tiempo. Joaquín nos enseñó Historia del Arte en el Seminario. Le gustaba enseñar. Nos lo transmitió de una manera moderna, para aquel entonces, claro. Y fue la primera vez que las imágenes, unas simples diapositivas, nos acercaron al conocimiento de otra manera. Era mucho más fácil reconocer los estilos, percibir la belleza, descifrar algunos enigmas de los clásicos así y, además, la clase era mucho más entretenida. Nos transmitió el interés por el estudio, sin que se notara. Y, desde luego, aprendí arte. Pero quizás, lo que me mueve a escribirle ahora en esta distancia extrema, es un recuerdo hermoso, dormido desde hace mucho, que me llegó el día de su funeral. Mi profesor coincidió un día en un bar tomando café con mi padre –era muy moderno, ya lo he dicho– y le dijo de mí que era aplicada, trabajadora. Mi padre, que no pisó el colegio para preguntar nada nunca –no eran los tiempos de las AMPAS–, se sintió muy orgulloso, tanto, que cuando llegó a casa, sus ojos se le iluminaron al contarlo. Gracias Joaquín y no tengas en cuenta que haya tardado tanto en dártelas. Hasta siempre.
Pdta. Hoy era un día de despedida. Pero siga en su puesto, querido lector, en el próximo, con la que está cayendo, tocará hablar del ¿Gobierno?