Alto Aragón

Relato de Navidad: Entre Kiev y Belén

Imagen de la catedral de Santa Sofía de Kiev. FOTO: Wikipedia
Imagen de la catedral de Santa Sofía de Kiev. FOTO: Wikipedia
Pedro Escartín
25 diciembre 2022

Aquellas noches no eran demasiado crudas en Israel, pues los inviernos de la costa mediterránea nada tienen que ver con los de las orillas del Mar Negro. Dos mil kilómetros en línea recta hacia el norte hacen tiritar a cualquiera, sobre todo en el año de este relato.

Una guerra insensata, como son todas las guerras, estaba dejando a miles de ucranianos en la calle con lo puesto, sin electricidad y sin una mala estufa con la que combatir el frío; además, tenían hambre.

Algunas gentes de generoso corazón se habían puesto en camino con sus furgonetas cargadas de lo que les proporcionó el banco de alimentos y se trajeron a unos pocos amigos y conocidos.

Pero la sombra de una Navidad gélida y cruel se cernía sobre los que aquella noche desafiaron el destino y acudieron a sus templos en busca de un consuelo espiritual con el que seguir alimentando la esperanza.

Los hermosos frescos y mosaicos de la catedral de Santa Sofía de Kiev habían resistido el paso del tiempo durante diez siglos; ¿por qué aquellas doradas cúpulas no iban a sortear ahora el riesgo de que un misil perdido las redujera a escombros?

Once siglos antes de que los creyentes ucranianos construyeran su hermosa catedral, unos pastores dormían al raso y vigilaban por turno su rebaño en la comarca de Belén, lo cual no era una heroicidad, pues el clima de Cisjordania poco tiene que ver con el de la Europa del Este.

Dormían y vigilaban por turno el rebaño, pero de vez en cuando la pesadilla de que atacaban los romanos despertaba a alguno de ellos; era como una premonición de lo que ahora sufren a diario las gentes de esta historia.

El país de aquellos pastores había sido anexionado por el Imperio Romano y, a pesar del statu quo que saduceos, fariseos y demás poderes fácticos de Israel mantenían con las autoridades romanas, no faltaban grupos de zelotas y esenios, rebeldes e inconformistas, que aprovechaban cualquier oportunidad para hostigar al ejército de ocupación.

Entre los pastores, había alguno que pensaba que, antes o después, aquello terminaría mal y sus temores no eran vanos, pues algunos años más tarde, entre el 67 y 70 d.C., el emperador Vespasiano y su hijo y sucesor Tito culminaron la primera guerra judeo-romana, rindiendo y saqueando Jerusalén, y del Templo, el símbolo más preciado de los judíos, no dejaron piedra sobre piedra.

Pero por los años de esta crónica, el que mandaba en Roma era César Augusto. Los pueblos del Mediterráneo gozaban de una paz aceptable, que pasó a la historia como la Pax romana o Pax augusta. Frente a las inquietudes que producen las guerras, aquella paz era de agradecer.

Fue entonces cuando ocurrió la primera Navidad de la historia. No hubo ceremonia alguna para encender una iluminación que ni estaba instalada, pero ocurrió algo más sorprendente.

Pasada la primera vigilia, una multitud de ángeles iluminó la noche y, como correspondía a su condición, cantó con voz celestial: «¡Gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz a los hombres!».

Los pastores se despertaron y, sin dar crédito a lo que veían sus ojos y oían sus oídos, se espabilaron y marcharon hacia Belén; lo que allí encontraron les desconcertó.

En un establo de las afueras había dado a luz una mujer joven, había envuelto a su hijo en pañales y lo había acostado en el pesebre de aquel chamizo; dos pobres seres humanos –la madre de la criatura y su esposo que respondía al nombre de José– miraban hacia el pesebre con lágrimas de alegría y también de pesadumbre por no haber conseguido un rincón en alguna posada donde María pariera a su hijo con un mínimo de dignidad.

A falta de un banco de alimentos que ayudara a aquella pobre familia, los pastores les ofrecieron algo de lo que ellos tenían y sobre todo su cariño y admiración.

Esta crónica, que dice ser un cuento de Navidad, no es un cuento, sino un suceso tan real como lo que ahora ocurre en Ucrania. Un suceso que ha tenido impredecibles repercusiones.

Porque, si hoy hay generosos voluntarios: unos que viajan hasta Ucrania para rescatar a los perseguidos, otros que promueven bancos de alimentos con los que dar de comer a muchos hambrientos y algunos más que organizan campañas de solidaridad para aliviar a los que mantienen su vida a flote con precariedad, es porque aquel niño, nacido en un establo de Belén en el mayor desamparo, sigue sembrando compasión y solidaridad en el corazón de tantos hombres y mujeres de todos los tiempos, aunque algunos no sean conscientes de que es él quien les alienta. 

Si algo valioso nos ofrece la Navidad es la convicción de que Dios, siendo Dios, se ha identificado con el ser humano hasta el punto de afirmar con verdad: «cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis». Ya he dicho que esto no es un cuento; esto es Navidad en estado puro y todo lo demás, apariencia y oropel.

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