El reciente alto al fuego en la Franja de Gaza anunciado a principios de octubre por el presidente estadounidense Donald Trump y confirmado por Israel, Hamás y Qatar (otro de los mediadores en el conflicto), que probablemente hubiera sido motivo de alegría unánime en un mundo no tan polarizado como el nuestro, no parece haber colmado las demandas de ciertos sectores sociales y políticos que consideran insuficiente el acuerdo de veinte puntos presentado por el mandatario norteamericano y el primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, en la Casa Blanca.
Habrá quien se pregunte si la repentina convocatoria de paros parciales (en el caso de Comisiones Obreras y UGT) y de huelga general (en el caso de CGT) «contra el genocidio en Gaza», que tuvo lugar en varias ciudades españolas el pasado 15 de octubre, representa simplemente una legítima y sincera preocupación por las limitaciones del acuerdo o por el riesgo de su posible incumplimiento; o si, por otro lado, los enardecidos ánimos de ciertos colectivos responden quizá a la frustración de no encontrar recogidas en el Plan Integral sus demandas, algunas de ellas tan utópicas como irrealizables a día de hoy; aunque tal vez la molestia pueda hallarse en el hecho de no haber jugado, los actores políticos y sociales más afines a la causa palestina, un papel activo o protagónico en las negociaciones que han conducido al alto al fuego.
Ante tal coyuntura, parece pasar a un segundo plano la culminación de un acuerdo que, al menos temporalmente, implicará el cese de las hostilidades y la liberación recíproca de rehenes, y que representa un hito tras el recrudecimiento del conflicto que se venía produciendo desde hace dos años atrás.
Decía Max Weber, uno de los padres de la sociología moderna, que «en política lo que no es posible, es falso.» El longevo conflicto israelí-palestino no encontrará su final, ni siquiera su apaciguamiento, en programas maximalistas y en eslóganes tan populistas como dotados de irrealidad. Lo fácil es reclamar lo imposible; más lo necesario es trabajar posibles.
En este marco mediático y social gobernado por la cultura líquida y la inmediatez, terreno fértil para la proliferación de diagnósticos simples para problemas complejos, realizar un ejercicio de honestidad intelectual y reconocer las limitaciones históricas y políticas que rodean un conflicto de extraordinaria complejidad, sin dejarse atenazar por la rigidez de proclamas ilusorias o la necesidad de contentar a todos en todo lugar y en todo momento, conlleva casi un acto de valentía que todos deberíamos intentar realizar introspectivamente.
Si nuestros gobernantes, y las sociedades que representan, lográsemos quitarnos la venda de la ideología de vez en cuando, sin renunciar a nuestros principios y valores, pero adaptándolos a la realidad palpable; si consiguiésemos descender del terreno de lo deseable a lo posible; seríamos capaces de construir comunidades más prosperas y paces más duraderas.
Si aprendiésemos a reconocer las virtudes en el adversario político y a no caer en su deshumanización; si llegásemos a tender puentes no solo con nuestros declarados aliados, sino también con nuestros aparentes enemigos; seríamos capaces de sellar las grietas que resquebrajan nuestra sociedad y de hundir las raíces de un futuro más esperanzador en los cimientos de la razón y el entendimiento mutuo.
La solución de los dos estados, la más justa y deseable de las alternativas, se dibuja todavía como un horizonte lejano. Siendo pues la más deseable, sigamos trabajando para que en el mañana acabe siendo la más posible. Pero no utilicemos una aspiración compartida y un deseo futuro de muchos como una excusa para poner palos en las ruedas a cualquier iniciativa que pueda contribuir, en la medida de lo posible, a reducir el número de muertos y heridos y a paliar, aunque sea un poco, el sufrimiento humano a un lado y a otro de la Franja.
En definitiva, y como colofón, no ataquemos el mensaje porque no nos guste el mensajero. Celebremos cualquier avance objetivo venga de donde venga, y seamos capaces de ejercer la autocrítica cuando sean “los nuestros” los que erren, así como lo haríamos cuando sean “los otros” los que se equivoquen o actúen de forma cuestionable.







