Hace unas semanas me quedé con una mantelería bordada a mano de la que no sabría repetir un solo punto; con el recuerdo de una canción que me dormía y cuya letra se me deshace justo cuando se menciona a un santo; y, sobre todo, con la memoria del mejor caldo del mundo. Una sopa que, hasta hace unos meses, no valoré porque, ilusa de mí, no pensaba que podría acabarse.
El caso es que ya no tengo caldo, ni a nadie que me borde manteles, ni quien me confirme si la canción decía San Lorenzo o San Antonio. Solo he podido comprar un recetario en blanco, dispuesta a llenarlo como quien intenta sujetar el agua con las manos: sabiendo que muy poco se salvará, porque lo importante ya se ha perdido.
El problema no es apuntar una receta: es que el toque no se escribe, se aprende. El bordado no se explica, se muestra. La canción no se documenta, se memoriza al escucharla. Lo importante se hereda. Y ahí, sin darnos cuenta, hemos flojeado. No solo mi generación: todas. Estamos demasiado ocupados mirando hacia delante, convencidos de que lo nuevo siempre es mejor y de que todo, de alguna manera, es reemplazable.
Quizá por eso, cuando falta alguien, no solo se va una persona: se va una forma de hacer. Una manera de mirar. Un ritmo. Desaparecen recetas sin escribir, palabras que ya no se dicen, costumbres que nadie ha apuntado porque siempre estuvieron ahí, como el aire o el agua caliente del grifo.
Y no hablo solo de mi casa. Pasa en todas, en cualquier familia que ha vivido sin darse cuenta de que también lo cotidiano tiene fecha de caducidad. Que bordar, hacer zarzuela, recoger olivas, preparar las fiestas… eran pequeñas instituciones domésticas que nadie pensó que hubiera que preservar.
Pero la realidad es tozuda: lo que no se repite, se pierde. Y lo que se pierde, rara vez vuelve.
En las casas de antes siempre había alguien que sabía hacer pan, zurcir un calcetín, poner un remiendo, engordar un caldo o distinguir una hierba de otra. Hoy vivimos más cómodos, más rápidos, más prácticos… pero quizá un poco más vacíos de lo que creíamos. Porque las cosas que sostienen una identidad rara vez son grandes. Casi siempre son gestos minúsculos.
Y sí, podemos buscar palabras muertas en un diccionario. Podemos ver tutoriales en YouTube para aprender a bordar, cocinar o lo que sea. Pero lo que se escapa no es la técnica: es la transmisión. El vínculo. El “ven, que te enseño”.







