Ha pasado agosto y se nos echa encima la rutina. “La vuelta a la rutina” es una expresión que se me está atragantando, tanto como aquella otra de la pandemia: “no hay que bajar la guardia”, que se ha quedado ya para siempre entre nosotros porque la frasecita se usa como receta para cuando nos acorrale una calamidad. En qué consiste esa actitud es ya una cuestión menor, a descifrar por cada cual según su saber y entender. Estos últimos días de agosto han sido especialmente intensos: los telediarios sentenciaban que las vacaciones habían concluido y llegaba la rutina como una maldición bíblica. Los reporteros recorrían las calles preguntando a los ciudadanos sobre su estado de ánimo ante tal situación y éstos contestaban que había que volver a la rutina como quien tiene que volver al potro de tortura, entre el terror o el pánico. Algunos, los más valientes u osados, reconocían que todo pasa y que ya volverá el tiempo del ocio más pronto que tarde. Sólo algún niño, con alegría en el rostro, decía que estaba encantado de volver a su “cole” para estar con sus amigos.
Yo he estado tentada de titular este artículo “Elogio del tiempo ordinario”, pero me he retraído porque tampoco quiero pasar por una forofa del trabajo a destajo o una detractora del derecho legítimo al descanso, logrado tras tiempos oscuros en los que los derechos individuales eran desconocidos desde el poder. Pero, también, porque el tiempo ordinario nos va a traer a nuestros próceres de vuelta para deleitarnos con sus discursos sobados, predecibles, algunos malolientes. Así que estoy, más bien, del lado de los que piden que las vacaciones se alarguen unos días más, lo que sea para pasar un tiempo más sin oírlos.
Sin ir más lejos, hace un par de días oí a la vicepresidenta Díaz explicar que no se cansaba nunca de plantear sus propuestas, esas que son rechazadas incluso por los suyos una y otra vez. Yo creo que sería mejor que se quedara un tiempo más en su lugar de asueto “en nuestro país”, como dice con retintín de empollona rancia cada vez que acaba una de sus frases. Igual es que no tiene claro dónde está. Igual le quema el nombre de España la lengua. También hace unos días salió nuestro presidente, que se dignó conceder una entrevista tras descansar en su residencia de verano, nuestra, que es de todos. Han criticado mucho que estuviera tanto allí, con todo lo que ha pasado este verano y reconozco que yo también lo hice, pero al oír la entrevista deseé que volviera unos días más a acabar de broncearse bien y que nos dejara tranquilos, al menos hasta que pasaran nuestras fiestas de septiembre.
Nuestras fiestas de septiembre merecerían una crónica aparte, pero no me queda espacio. De todos modos, querido lector, creo que nuestros próceres municipales se han puesto las pilas y han entendido que lo primero de todo es limpiar esta ciudad, que parece un estercolero desde hace mucho. Así debe de ser porque el día siete de septiembre, domingo, mientras las campanas de la catedral tocaban a misa de doce y el Coso estaba lleno de familias tomando vermú, pasó un camión de la limpieza y empezó a emitir su sonido estridente para que nos enteráramos todos de que limpian, supongo. Y, por si no estuviera claro, soltó el mencionado camión un humo denso, intenso, de color gris, que olía a rayos, justo en el principio del Coso a la altura de los veladores del San Ramón y, por un momento largo, dejó la zona bajo una densa niebla. Por si no era suficiente el incordio, el camión subió algo, reculó y volvió a echar encima de los sufridos ciudadanos todo aquel gas pestilente. Sólo faltó incluir esta actuación singular como parte del programa festivo: “Domingo 7, a las 12 del mediodía, demostración en el paseo del Coso de cómo limpiar una ciudad en un santiamén”. No me quejo, que conste, porque fui afortunada por poder verlo sentada, casi en palco de honor, y soñar, por un momento, que nuestra ciudad volvía a un estado de limpieza que casi no recordaba.
Feliz vuelta a la rutina.