Desapareció. Uno de los aspectos más paradójicos y al mismo tiempo más sagrados de la Eucaristía es que la comunión más profunda con Jesús acaece en su ausencia. Cuando ellos comen, él se ha vuelto invisible. Cuando ellos entran en la más íntima comunión con Jesús, el desconocido, convertido ahora en amigo, ya no está con ellos. Precisamente cuando se les hace más presente, es cuando se hace ausente.

Pero cuando comen el pan que Él les da y ellos le reconocen, comprenden en lo más hondo de su espíritu que ahora Él habita en lo más profundo de su ser, que vive realmente en ellos. Cuando comen el pan que Él les ofrece, sus vidas se transforman en la vida de Él. Ya no son ellos quienes viven, sino que es Jesús, es Cristo, quien vive en ellos. Y precisamente en ese sagrado momento de comunión, Él desaparece de su vista. Es la soledad de la fe, la soledad de saber que Él está más cerca de nosotros de lo que jamás conseguiremos estarlo nosotros mismos.

La comunión crea comunidad. Cristo que vivía en ellos, les hizo estar juntos de una nueva manera. El Espíritu de Cristo resucitado no sólo les hizo reconocer al propio Cristo sino también reconocerse el uno al otro como miembros de una nueva comunidad de fe. Nos descubrimos unos a otros como personas que se pertenecen mutuamente, porque cada uno de nosotros le pertenece a Él.

Todos los que hemos comulgado nos hemos convertido en un solo cuerpo. La comunión crea comunidad porque el Dios que vive en nosotros nos hace reconocer a Dios en nuestros semejantes. Nosotros no podemos ver a Dios en el otro; sólo Dios en nosotros puede ver a Dios en el otro.
Este nuevo cuerpo es un cuerpo espiritual, formado por el Espíritu de amor, y se manifiesta de maneras muy concretas: en el perdón, en la reconciliación, en el apoyo mutuo, en la ayuda a las personas necesitadas, en la solidaridad con los que sufren y en una preocupación creciente por la justicia y la paz. Así pues, no sólo es que la comunión cree comunidad, sino que la comunidad siempre lleva a la misión.