Por si no son agobiantes las olas de calor que este verano nos ha deparado, la decisión del Ayuntamiento de Jumilla en relación con los espacios públicos y los actos religiosos ha contribuido a caldear el ya enrarecido problema de la inmigración. La Conferencia Episcopal ha sentido la obligación de recordar la doctrina sobre la dramática situación de los inmigrantes y algún político ha arremetido contra ella por defender que un elemental sentimiento humanitario, además de la caridad cristiana, les da derecho a ser acogidos, protegidos, promovidos e integrados.
El arzobispo de Tarragona, entre otros, ha recordado los principios básicos de la Doctrina Social de la Iglesia y ha hecho caer en la cuenta de que «el gran problema no son las personas que vienen, sino las causas que les obligan a abandonar su tierra». Nadie ignora la presión que la inmigración produce en nuestro país, pero la solución más humana no es blindarse para que no entren, sino afrontar el modo de eliminar las causas que les impulsan a jugarse la vida para alcanzar un lugar en el que puedan vivir y trabajar con el mínimo indispensable de dignidad y esperanza que necesita un ser humano.
En este problema entra en juego algo más importante que el interés particular e inmediato de los que hemos alcanzado un nivel aceptable de desarrollo; también hay que conjugar el hecho de ser miembros del género humano y, por serlo, la obligación de cargar con la corresponsabilidad que todos tenemos en el problema. De un modo parecido a la obligación que todos tenemos de cuidar la casa común, aunque para ello sea preciso no sólo evitar la contaminación de la tierra y de las aguas con nuestros residuos, sino de renunciar a un género de vida que la hermana-madre tierra ya no puede soportar.
Desgraciadamente, estas consideraciones resultan contraculturales, pues reclaman una toma de postura ante la cultura del desarrollo indefinido, que la economía de consumo viene promoviendo a través de la publicidad. Nuestra cultura actual ¿es verdaderamente humana y humanizadora? ¿No tendremos que hacernos a la idea de que no todo lo que técnicamente es posible es también justo? Ya hace más de cincuenta años que un pensador marxista, como era Garaudy, lanzó esta pregunta, sin que se le haya dado respuesta.
Una de las causas de las persecuciones que se abatieron sobre los cristianos en el siglo III fue su negativa a dar culto al emperador y su renuncia a asumir determinados oficios incompatibles con la fe que profesaban. Sois malos ciudadanos, les decían, por llevar un género de vida en el que primaba el respeto por la vida y por la dignidad humanas. También ahora la Iglesia se ha visto en la picota por defender la dignidad de los inmigrantes, pero mejor sería preguntarse qué hacer para que no tengan que emigrar.