Nadie piensa en la palabra corrupción asociada a cualquier género de elogio, pero si el lector me hace confianza y sigue leyendo unos minutos, entenderá a lo que voy. En realidad, lo que detestamos de la corrupción es a la persona corrupta; y deberíamos alabar que exista el concepto de corrupción porque así podemos señalar con una expresión inequívoca lo que de verdad significa. Cuando decimos que hay corrupción, y ésta siempre se materializa con nombre y apellidos concretos, significa que la presión contra los corruptos existe. Cuando vemos a alguien condenado por corrupción, quiere decir que la justicia ha logrado identificar a esa persona. Porque en los países donde no se habla nunca de corrupción, ni aparecen corruptos ni corruptores, y resulta que todo el mundo es santo y bueno, es seguro que estamos en una dictadura corrupta. Cuando veo en la prensa varios casos seguidos de corrupción política, en lugar de llevarme las manos a la cabeza y exclamar: “Oh ¡cuánta corrupción, qué desastre, que mal país me ha tocado para vivir!”, lo que pienso es: “Se nota que en esto al menos, funcionamos”. Y siguiendo este hilo de pensamiento, también elucubro que sí, que hay unos cuantos corruptos, pero no tantos, porque saben que se la juegan. Y los pillan.
Es decir, la idea de la existencia de la corrupción visible es elogiable, porque cuando se la menciona, y sale a luz pública el chanchullo, ella sola ayuda a espantar las tentaciones y contener el nivel de hedor. Es igual que el concepto de epidemia; si sabes que existe, la evitas; luego el concepto es bueno. Si la ignoras o la niegas, probablemente mueres.
Otra cosa que pasa con la corrupción es que se trata de un concepto que acaba generalizándose injustamente sobre las cabezas de la clase política; a menudo se trata de corruptelas económicas, mucho más fáciles de detectar porque dejan rastros que otros géneros de corruptelas de perfiles difusos, más extendidos y más perniciosos, donde el Código Penal no les alcanza; cucarachas del Poder más pequeño escapando por las rendijas. Protesto, señoría, es injusto, hay mucha más corrupción de facto en la sociedad común que en la política. Nace solo del poder, como decía Lord Acton: “El poder tiende a corromper y el poder absoluto corrompe absolutamente”.
Pero corrupto también es el mínimo poder, aquel que no merece ni la atención de la prensa; aquel que se ejerce en la oscuridad contra el ciudadano con violencia y arbitrariedad, por ideología, sexo o color. También por encono y mala leche, o por pura desidia. Y existen miles de pequeños puestos de poder, mucho más protegidos que los de los políticos, resguardados tras las murallas de sus pequeños castillos. Pongo por caso, el poder ilimitado de las administraciones, el Leviatán, o de algunas de las corporaciones privadas, insaciables, o públicas, por cuyas fauces hemos de pasar compungidos. Si vamos a combatir la corrupción, porque lo degrada todo, empezando por la convivencia, hagámoslo en todos los niveles. Sepamos que nuestros políticos no son especialmente corruptos; pueden ser notoria y transitoriamente inútiles. Pero que dentro del debate nacional se consigne la corrupción de los políticos como el principal problema da risa y miedo a la vez.
“Todo hombre que tiene poder se inclina a abusar de él; va hasta que encuentra sus límites”. (De ‘El espíritu de la leyes’).






