Saturnino López Novoa fue un cura que llevaba los pobres en su corazón. Sabía qué es la pobreza por haberla experimentado en su propia casa. Sus primeros años de estudio en el Seminario los hizo como alumno externo, porque la penuria económica de su familia no le permitía satisfacer su pensión como alumno interno. Una vez ordenado sacerdote, la caridad y el servicio a los pobres estuvieron siempre presentes en su ministerio: impulsó las Conferencias de San Vicente de Paúl en su parroquia y tanto la Casa Amparo como los menesterosos de Barbastro se beneficiaron de su generosidad y desprendimiento. Don Saturnino también fue un notable historiador, nombrado miembro de la Real Academia de Historia por sus trabajos de investigación histórica, entre los que descuellan los dos volúmenes de su Historia de la muy noble y muy leal Ciudad de Barbastro, publicados en 1861, que siguen vigentes y todavía no han sido superados.
Don Saturnino tuvo lo que él calificó un “sueño dorado” en 1872. Soñó con una congregación religiosa dedicada a cuidar a los muchos ancianos desamparados que laceraban su corazón. Y la Providencia puso en su camino a Teresa de Jesús Jornet, una joven de Aytona, tocada también por el amor de Dios a los pobres. Con su inestimable ayuda vio la luz la congregación de las Hermanitas de los Ancianos Desamparados en el año 1873, cuando, después de ser aprobadas las constituciones de la nueva Congregación, doce jóvenes generosas e intrépidas tomaron el hábito religioso en Barbastro, donde se habían preparado para la vida religiosa bajo la guía de Teresa Jornet. El “sueño dorado” de don Saturnino empezaba a hacerse realidad.
Hace quince días, nuestra ciudad vivió el centenario de la llegada de las Hermanitas a Barbastro, en 1925. Con el apoyo de don Saturnino y la generosidad de la propietaria de Casa Pueyo, por aquel entonces Casino “La Amistad”, se instalaron en dicho edificio, que ahora está completamente remozado y convertido en el “Hogar Saturnino López Novoa”, que actualmente acoge a setenta y dos residentes.
Al echar mano de mis recuerdos infantiles nunca olvidaré la imagen de las Hermanitas mendigando alimentos en especie, de casa en casa y de pueblo en pueblo, para dar de comer a los ancianos que cuidaban. Eran los años de la posguerra, cuando escaseaban alimentos tan elementales como el pan y solo se obtenían mediante las cartillas de racionamiento de las que se arrancaban los correspondientes cupones a cambio del pan, el arroz o las alubias a que daban derecho. De modo que, además de cuidar con cariño a los asilados, tenían que ingeniárselas para conseguirles la imprescindible comida.
En su primera exhortación, el papa León XIV pide a los cristianos que mantengamos vivo el amor hacia los pobres. En su tercer capítulo, titulado Una Iglesia para los pobres, insiste en que «existe un vínculo inseparable entre nuestra fe y los pobres» y recoge «los abundantes testimonios a lo largo de los casi dos mil años de historia de los discípulos de Jesús», que bien puede considerarse la historia de la Iglesia vista desde la óptica de la entrega heroica y generosa al servicio de los pobres, protagonizada por los mejores hijos de la Iglesia. Estoy convencido de que estamos autorizados a incluir en ese catálogo los nombres de santa Teresa de Jesús Jornet, declarada patrona de la ancianidad, y de don Saturnino López Novoa, de los que nuestra ciudad puede sentirse orgullosa.







