Era el mediodía de un domingo el verano que lentamente iba acortando sus días y en mi memoria asomaba la letra de una vieja canción: “…ni un barquichuelo que mirar, bajo el palio de la luz crepuscular…”.
No, no había un velero, ni una blanca gaviota sobre el mar, sino la visión de un otoño próximo cargado de nubes en la España del año 2023; el destino había quedado en suspenso hasta después del verano, cuando lleguen las lluvias.
Y de repente las futbolistas de la Selección Española de Fútbol femenino llegaron y ganaron el campeonato mundial en Sidney. Habíamos vencido al mejor equipo de mundo, Inglaterra, tras una carrera de obstáculos sin fin y con casi todo en contra, como dio a entender el New York Times, porque según este no tocaba ganar, dadas las circunstancias de la esforzada tropa española, al parecer no sobrada de apoyos.
Yo no voy a decirles ahora que he sido partidario de este deporte de masas toda mi vida y que de niño coleccionaba álbumes de cromos Nestlé, con futbolistas, no. Además, no pensé que escribiría otro artículo sobre fútbol después del que hice con motivo de la muerte de Diego Armando Maradona, la Mano de Dios.
Pero debo hacerlo ahora porque creo que guardaré una deuda perpetua con este maravilloso grupo de chicas futbolistas que me han hecho sentir una emoción nueva, desconocida. El lector pensará que me refiero a algo parecido al descubrimiento de una fe, algo así como lo que debió sentir San Pablo cuando en el camino a Damasco se cayó del caballo y se convirtió al cristianismo. O alguna cosa más simple: sentir la llamada del balón. Y también puede suceder que mi emoción inesperada venga de un enardecimiento patriótico, el orgullo de sentirme parte de algo más grande, un país unido por su diversidad . O que simplemente piense que tenemos con las mujeres algo parecido a una deuda, y lo de verlas jugar al fútbol allí, en lo más alto, no es solo bonito sino necesario.
Pero más allá de mi entusiasmo he descubierto otra razón mucho más poderosa. Estas chicas practican fútbol y eso se nota. Desprenden la inocencia del juego, la verdadera pasión de ganar, de competir, el querer hacer algo con sus vidas y hacerlo juntas, algo que implica un contagioso simbolismo: el esfuerzo del grupo, el nosotras. Estas muchachas jóvenes, igual que otros miles de deportistas y futbolistas modestos, corrían esa tarde ferozmente detrás de una pelota, no detrás de los millones de euros como hacen otros.
No eran sus caras las de quien se está jugando millones de euros ni el contrato de las próximas temporadas. Incluso me pareció divertido el gesto de la portera británica, porque no era impostado, cuando les sacaba descaradamente un palmo de lengua a las españolas. Lo hacía de una manera exagerada, infantil, mucho más sincera que soez. (Esa misma jugadora fue la que después de perder el partido, aplaudía con más fuerza al equipo español cuando este recibía su copa del triunfo).
Entiéndase mi punto de vista: yo no critico a los súper campeones; no tengo nada contra la industria del deporte de súper élite; no valoro ni siquiera el tren de vida de sus protagonistas (si pagan sus impuestos). Y mucho menos deseo criticar a los cientos de millones de personas que tienen en el fútbol una diversión bien merecida. Me encantaría sumarme a ellos y disfrutar a partir de ahora con el fútbol femenino. Solo estoy intentado explicarme a mí mismo ese momento del subidón, el pálpito de algo nuevo que estas chicas me dieron. Las ganadoras con sus caras de infinita felicidad lo decían todo. Ese es el verdadero espectáculo: ellas y su alegre pasión. Yo se lo agradezco, pues hasta pensé que el otoño que llega podría ser inesperadamente un otoño mejor. Después de todo, quién sabe, tal vez algunos políticos estuvieran viendo a nuestras compatriotas y hayan aprendido algo.
(Estas notas las escribí tras el momento de la victoria. Por supuesto, hoy no quitaría una coma, pero… ¡qué desgracia todo este mal rollo posterior! Cada cual que piense lo que quiera del tema, pero no puedo dejar de decir que se ha ensombrecido la ingenuidad y la belleza de aquellos instantes. Qué pena).