¿Por qué hay tanta gente que cree ahora que todo se está desmoronando? ¿Por qué la incompetencia en política es hoy la norma y no la excepción? ¿Por qué este clima de cierre, de final de ciclo, cuando apenas cruzamos el primer cuarto de un siglo que parecía tan prometedor? ¿Y por qué, si en realidad nunca se ha vivido mejor se extiende la idea de que esto no puede durar mucho más? Y, sobre todo, ¿por qué tantos gobiernos europeos consideran ahora plausible una guerra generalizada en un futuro inmediato?
Hay, al menos, dos hipótesis posibles –y no necesariamente excluyentes– para interpretar el momento presente. La primera es que esta civilización ha entrado en una fase avanzada de colapso sistémico. La segunda que nos encontramos en medio de una transformación estructural acelerada, gestionada por formas de poder difusas y reforzada por desigualdades crecientes en el acceso a la información, los recursos y la toma de decisiones.
La hipótesis del colapso se justifica por una constatación histórica y ecológica: los sistemas complejos, cuando alcanzan niveles excesivos de rigidez, interdependencia y sobreexplotación del entorno, tienden al deterioro, provocado, según Joseph Tainter, por “la disminución del rendimiento marginal de la complejidad”. Es decir, que su inevitable incremento ya no resuelve problemas, sino que los agrava. Ejemplos como el Imperio romano, la civilización mesopotámica o los mayas ilustran cómo la pérdida de legitimidad institucional, el aumento de la desigualdad y la incapacidad de adaptación desencadenaron desenlaces críticos.
Desde esta perspectiva, fenómenos como el progresivo deterioro de los servicios sanitarios locales, la crisis energética –de la que el apagón generalizado del 28 de abril, aún sin explicación, es solo un aviso–, el descrédito de las instituciones democráticas, evidenciado por el intercambio permanente de descalificaciones entre representantes políticos, o la devastación ambiental reflejada en incendios e inundaciones cada vez más violentos e incontrolables y en la deficiente respuesta gubernamental a esos fenómenos no serían anomalías, sino síntomas tangibles de una civilización en fase de agotamiento.
Pero hay también otra lectura, complementaria, que sugiere que algunas de estas tensiones están siendo gestionadas –aunque no necesariamente provocadas– para facilitar transformaciones de fondo. No se trata de postular conspiraciones, sino de admitir que ciertos mecanismos de gobierno operan al margen del debate público. Es lo que Naomi Klein definió como “la estrategia del shock”: aprovechar momentos de crisis para imponer reformas estructurales difíciles de justificar en condiciones de normalidad. Aunque su análisis se centra en el neoliberalismo contemporáneo, la historia muestra que ciertos acontecimientos traumáticos —como la derrota de Rusia en la Primera Guerra Mundial o el colapso económico en Alemania tras el Tratado de Versalles y el crack del 29– generaron vacíos de legitimidad que facilitaron el ascenso de formas autoritarias de gobierno. No fueron estrategias deliberadas, pero sí ejemplos de cómo el desorden puede allanar el camino a transformaciones profundas sin participación democrática.
En contextos de crisis prolongada como el actual, es común atribuir el deterioro institucional y social a la mediocridad, la incompetencia y la corrupción de quienes ocupan posiciones de poder. Sin embargo, esta lectura personalista –aunque emocionalmente comprensible– resulta insuficiente si se quiere comprender la magnitud de los procesos en curso. La persistencia y ubicuidad de políticos ineficaces, ignorantes y abiertamente corruptos no es necesariamente un fallo del sistema sino, a veces, una manifestación coherente con su lógica de funcionamiento en fase de disolución o reconfiguración. En estructuras dominadas por incentivos perversos, opacidad decisoria y deslegitimación ciudadana, la mediocridad y el oportunismo no son disfunciones: son adaptaciones. La falta de visión estratégica, la polarización estéril y la incapacidad de generar horizontes colectivos pueden interpretarse, entonces, no como anomalías individuales, sino como síntomas de una arquitectura institucional que ha dejado de premiar la competencia, la responsabilidad o la deliberación democrática.
Esto no significa que los individuos no tengan responsabilidad moral, política e incluso penal. Pero sí implica reconocer que los sistemas sociales tienden a producir, seleccionar y estabilizar los perfiles que mejor se adaptan a cada fase histórica. En un entorno donde el desorden es útil para transformar sin consensos, la figura del gestor cínico, el tecnócrata opaco o el populista ruidoso cumple funciones específicas dentro del ecosistema en crisis. Son expresiones de una racionalidad adaptativa, aunque totalmente disfuncional desde el punto de vista del interés colectivo.
El reto, entonces, es intentar identificar las fuerzas que están actuando mientras el sistema se descompone o se transforma. Porque si la crisis no es un accidente sino una herramienta, y si la ineficiencia es funcional al desorden, entonces lo que está en juego no es la restauración del orden anterior, que ya no parece posible y quizá tampoco sea deseable, sino la disputa por lo que vendrá. La pregunta no es si volveremos a la normalidad, sino qué tipo de orden emergerá del caos actual.






