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Silvana Briones Piedrafita Al levantar la vista
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Nadie es Europa, pero todos los somos

Silvana Briones Piedrafita Al levantar la vista
24 noviembre 2025

Es tarde cuando estoy llegando a casa. No encuentro las llaves y rebusco en el bolso hasta que al fin doy con el llavero del que cuelgan dos insignias: una medida de la Virgen del Pilar, regalada por una amiga, y una cinta de la bandera de la Unión Europea, obsequio de una visita al Parlamento Europeo.
En la familia siempre hemos tenido una buena concepción de la Unión Europea. Como para tantos, la entrada de España en la entonces Comunidad Económica Europea estaba asociada a la modernidad y el progreso, a una nueva etapa de apertura, no sólo económica, sino también cultural, que iba a hacer bien al conjunto de nuestro país. Quizá los más expuestos a este fenómeno sociológico fueron nuestros padres, la generación del baby boom o incluso generaciones algo posteriores, que aún guardaban recuerdos –o al menos escuchaban muy de cerca los rumores– de un pasado oscuro, y miraban hacia delante con una esperanza clara y entusiasta. Si es que aún era posible mantenerla.

La crisis de 2008 supuso una clara fractura a este brevísimo idilio europeísta. El que fuera un símbolo de prosperidad adoptaba entonces la forma de un monstruoso ente burocrático y austericida, dispuesto a dejar caer a España –no en un sentido abstracto, sino en el más literal: a sus familias desahuciadas, a sus trabajadores fulminantemente despedidos, a sus servicios básicos desmembrados– en el abismo de una crisis financiera descarnada, de la que nada había que imputar, a fin de cuentas, a la ciudadanía.
Quienes lo vivieron entonces, y los que vinimos después, aunque demasiado pequeños para recordarlo, estábamos recorriendo el camino contrario a las generaciones anteriores: dejábamos atrás la luz al final del túnel para adentrarnos de nuevo en la oscuridad de la crisis, del dolor de los padres y madres de familia, del hambre en las calles y la desesperación en los centros de búsqueda de empleo. Y a esa nueva oscuridad se asociaba un nombre: la Troika europea.

Pero, como decía, en la familia siempre hemos tenido una buena concepción de la Unión Europea, percepción que aguantó el tipo a la burbuja inmobiliaria y que se mantiene intacta hasta el día de hoy. El motivo por el que lo hace parece bastante evidente: la tía es funcionaria europea. No quiero decir con esto que exista una especie de omertá debido a ello, nada de eso. Más bien al contrario: esta especie de proceso de diabolización de Europa nunca se produjo porque para nosotros no era una institución lejana, sino un rostro humano. Un rostro, para más inri, de inteligencia, mesura y bondad.

Resulta imposible negar que las cosas podían haber sido diferentes en 2008 y que las instituciones europeas tuvieron mucho que ver en aquello. Igual que resulta imperdonable para todos quienes vivieron en sus propias carnes los horrores provocados por decisiones tomadas a miles de kilómetros de sus hogares; personas tan alejadas de sus realidades cuyos actos desfiguraban, muy concretamente, sus planes de vida. No pretendo que se olvide ni se exculpe: justamente me pregunto qué podríamos hacer para que no se repita.

La experiencia de la crisis del COVID-19 ofrece un atisbo de respuesta a esta pregunta. Las decisiones que se tomaron entonces configuraron un nuevo paradigma de protección social y transformación de nuestro tejido productivo cuyos frutos son tan innegables como los anteriores desatinos: el que haya recibido un ERTE o una ayuda del Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia puede contarlo en primera persona.

Otra Europa es posible

La conclusión de esto es sencilla: otra Europa es posible. Y otra Europa depende también de nosotros. Porque aunque la Comisión o el Parlamento Europeo suenen extraños, somos parte de ellos exactamente igual que lo somos del Congreso de los Diputados o de las Cortes de Aragón. Lo somos en la medida en que somos ciudadanos aragoneses y españoles, pero también europeos.

Para construirla, sin embargo, me temo que necesitamos volver a hacer de la Unión Europea algo nuestro. Escribe Borges que la patria es un acto perpetuo como el perpetuo mundo. Dice: nadie es la patria, pero todos lo somos. Por eso, devolver Europa a sus gentes implicaría el nada sencillo proceso de una re-democratización radical. Pero podemos empezar con un primer paso: darle a Europa la calidez de un proyecto político del que formamos parte; pensar en Europa como la mano tendida de un servidor público, el rostro cálido de un familiar cercano.

Porque la patria no es ese concepto tan manoseado en la arena pública. La patria son la familia y los amigos, pero también nuestro colegio público y el profesor de conversación que te abre las puertas a un país del que nada conocías antes. Son las tradiciones y los cantos, pero también la investigación que se hace en cualquier Universidad española y que salva vidas. Son los símbolos y los recuerdos, pero también intentar hablar con un extranjero en un idioma inventado mezcla de muchos idiomas. Es volver a casa y llamarlo hogar, pero también irse de Erasmus o el primer vuelo que uno coge solo.
Todas esas cosas son la patria. Todas esas cosas son Europa. Porque nadie es Europa, pero todos lo somos.

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