Tribuna

La salud mental: una mirada poliédrica

El farmacéutico barbastrense clausuró la jornada ‘Tu salud mental importa’ que organizó el Consejo de Salud de Barbastro

Edgar Abarca durante su intervención en la clausura de la jornada sobre salud mental. Foto: Cristina Lanau
Edgar Abarca Lachén Farmacéutico. Profesor e investigador en la Univ. San Jorge
17 noviembre 2025

Gracias, de corazón al Consejo de Salud por invitarme a cerrar este foro tan necesario, que nos ha recordado que la salud mental no pertenece a un hospital, ni a una consulta, ni a una disciplina concreta. La salud mental nos pertenece a todos.

De hecho es acuciante abordar un problema de salud que como indica el Consejo General de Psicología, afecta ya a dos de cada diez ciudadanos de nuestro país.

Porque todos, en algún momento de la vida, hemos tenido que padecer en primera persona algún tipo de problema mental o sostener a alguien que se rompía por dentro. Decimos “Tu salud mental importa”, pero a veces me pregunto si de verdad lo creemos.

Una sociedad que repite a modo de mantra ese lema, pero que a menudo responde al sufrimiento con silencio o con prisa. Un sistema que, cuando no sabe qué hacer o se siente impotente, ofrece una pastilla en lugar de una conversación.

¿Un farmacéutico anti-pastillas? No, no critico los tratamientos. Hablo contra la soledad de quien no tiene tiempo para ser escuchado. Y de un sistema con cierta tendencia a diagnosticar todo tipo de trastorno mental de manera excesiva, incluso cuando los síntomas pueden ser reacciones normales al estrés o al sufrimiento cotidiano. DSM 5, la principal autoridad en diagnóstico psiquiátrico en Estados Unidos mucho tiene que decir al respecto.

Hemos construido un mundo que corre sin saber hacia dónde. Que mide el valor de las personas por su productividad, no por su paz interior. Que nos enseña a mostrar, pero no a sentir. Entre filtros, pantallas y eslóganes, cada día estamos más conectados… pero también más solos. Nos hemos acostumbrado a comunicar, pero no a comprender.

Ese tremendo vacío emocional, se traduce en una herida colectiva que crece cada día: bullying, violencia a los sanitarios, una polarización expansiva que divide incluso aquello que debería unirnos. Y por supuesto, es inevitable hablar de la polarización política, que contamina los espacios donde deberíamos cooperar, y convierte el diálogo en enfrentamiento.

Olvidamos que la salud —y especialmente la salud mental— no entiende de ideologías, ni de colores, ni de banderas. La depresión no pregunta a quién votas antes de entrar en tu vida. La ansiedad no distingue si eres de un lado o del otro.

El dolor, la soledad, el miedo… no tienen partido. Ante la enfermedad, todos somos iguales.

Y si de verdad queremos hablar de salud mental, tendremos que atrevernos a hacerlo desde lo que nos une, no desde lo que nos separa. Porque la polarización también enferma. Nos roba el diálogo, nos encierra en trincheras, nos hace olvidar que el otro también siente, también sufre, también merece ser escuchado.

Ya que sin escucha, no hay convivencia. Y sin convivencia, no hay salud mental posible.

Vivimos, además, en la era de la infoxicación, donde todo son mensajes, titulares y consignas, pero donde falta una evidente reflexión. Donde las redes sociales prometen compañía, pero generan ansiedad. Donde confundimos visibilidad con comprensión, y ruido con presencia.

Nos hemos llenado de imágenes, hay un exceso de ruido, pero nos estamos quedando sin palabras. Y sin palabras, no hay diálogo, no hay empatía, no hay comunidad. Por eso, hablar de salud mental hoy es también un acto político en el sentido más humano del término: un compromiso con lo común, con lo que nos une, con lo que nos hace sociedad.

La salud mental se quiebra cada día en los hogares donde hay violencia, en las escuelas donde hay niños que callan por miedo, en las redes donde se odia por odiar, en las calles donde se grita más de lo que se escucha. También se quiebra en los despachos donde no hay tiempo, en los hospitales saturados, en las farmacias donde cada día alguien pide algo “para dormir” cuando en realidad lo que necesita es conversar.

El sufrimiento no se cura con prisa. No hay fármaco que sustituya la palabra, ni diagnóstico que reemplace el acompañamiento. Podemos tratar con ciencia, sí, pero solo sanamos con humanidad. Sin embargo, seguimos atrapados en un sistema que a menudo olvida eso: que exige resultados rápidos, que mide el valor de los profesionales en cifras, que olvida que el cuidado no se improvisa, que la empatía también se agota.

Por eso, es necesario recordar a quienes, a pesar de todo, a pesar de las limitaciones de un sistema con tremendos problemas, siguen escuchando.

A los médicos que miran más allá del síntoma. A los psiquiatras y psicólogos que sostienen historias difíciles. A las enfermeras que acompañan sin palabras. A los farmacéuticos que detectan el sufrimiento en un gesto, no en una receta. A los trabajadores sociales que ayudan en tantos aspectos invisibles. A los maestros que saben cuándo un alumno necesita algo más que un aprobado. Pero sobre todo, a todas las personas que, sin bata ni título alguno, hacen de la empatía su forma de estar en el mundo.

La salud mental no se defiende con discursos: se defiende con recursos, con tiempo, con escucha y con ternura. Se defiende cuando decidimos mirar al otro sin prejuicios, sin etiquetas y sin miedo.

Y sí, necesitamos medios, necesitamos financiación, necesitamos estructuras.

Pero, sobre todo, necesitamos voluntad. La voluntad de mirarnos de frente, de reconstruir la comunidad, de volver a ser humanos en un tiempo que parece querer convertirnos en algoritmos.

La salud mental se construye en red. Se construye con los vínculos, en los cuidados mutuos, en esa mirada compartida que hace del otro un igual. Solo cuando unimos nuestras miradas —médica, psiquiátrica, psicológica, social, educativa, farmacéutica, enfermera, y por supuesto siempre contando con el paciente como alguien capaz de tomar sus propias decisiones—, la persona se vuelve completa.

Me preocupa, sí. Me preocupa un mundo que aplaude la velocidad y desprecia la pausa. Que convierte la empatía en eslogan y la compasión en debilidad. Pero también creo –y lo creo con firmeza– que todavía estamos a tiempo. A tiempo de volver a mirar despacio, a escuchar de verdad, de enseñar a nuestros hijos que llorar no es rendirse y que pedir ayuda no es fracasar.

Es justo reconocer aquí y ahora, y me toca de muy cerca, que un buen abordaje de patologías como la dislexia o el TDAH poniendo el foco en el niño y no tanto en la pastilla, han ayudado a que muchos sigan adelante y triunfen en sus vidas cuando no demasiado tiempo atrás hacían suyo el tan manido “yo no valgo para estudiar”. ¡Cuánto talento hemos desechado por la falta de conocimiento y cierta sensibilidad!

Esa será la verdadera revolución: la de quienes vuelven a poner la humanidad en el centro. Cuidar la salud mental no es solo aliviar el dolor. Es reconocerlo. Es dignificarlo. Es acompañarlo. Es normalizarlo. Y cuando así se pueda, transformarlo juntos.

Porque cuidar la salud mental no es tarea de unos pocos: es responsabilidad de todos. Gracias por estar aquí. Gracias al Consejo de Salud, al Ayuntamiento de Barbastro y al Gobierno de Aragón por haber hecho esta tarde posible. Ojalá vengan muchas más.

Entre todos debemos intentar escuchar, cuidar y no mirar hacia otro lado. Si trabajamos como sociedad todos juntos, seguirá habiendo esperanza.

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