El otro día la abuela me mandó un mensaje y reparé, por primera vez, en que había entrecomillado un par de términos. Se había acordado de un amigo mío y me preguntó cómo iba «ese ‘zagal’ con el que jugabas de niña». Así, con la palabra zagal entre comillas.
Mi abuela, que vivió como tantos el dejar de ser niña demasiado pronto, suplió su falta de educación formal con una graciosa tozudez, rasgo que heredaron sus hijos y que, mal que bien, nos llegó también a los nietos.
Recuerdo a la yaya leyendo sus gordísimas novelas acomodada en una hamaquita en la playa. La recuerdo peleándose con el Skype para poder llamar a la tía a Bruselas, antes incluso de que nosotros tuviéramos internet en casa. La recuerdo narrando con finísima soltura historias de su infancia y del Barbastro de antes. Es una mujer lúcida y convencida, quizá por fuerza y no tanto por naturaleza. Sin embargo, algo le hace pensar que parte de su vocabulario no alcanza el grado de lo correcto. Entonces, lo entrecomilla.
También yo he hecho esa disección. Cuando me mudé a Madrid tenía pavor de, ya ves tú, no ser lo suficientemente urbanita. Me apresuré en identificar aquellas expresiones propias de Aragón y extrañas fuera, cuidándome de que se me escaparan lo menos posible, no fuera a ser.
Ni qué decir tiene que fue un esfuerzo absurdo. Seguía diciendo judietas y zarrios. Iba de propio a los sitios y se me encogía un poquito el corazón cuando mamá llamaba y me decía «qué tal estás, cariñer«. Evidentemente, ello nunca supuso agravio alguno. No tuve tanta suerte cuando volví a casa mi primer verano: mis amigos se rieron con ganas de la cantidad de veces que decía mazo.
En esa búsqueda de palabras prohibidas, me di cuenta de que desconocía el origen de muchas. En el seno familiar arrastrábamos unas cuantas fórmulas propias de Aragón de parte de madre, otras muchas en valenciano de parte de padre e incluso algunas en portugués de una vida ya pasada.
Seguimos diciendo ¿anem? antes de salir de casa y suspirando quina paciència, pero cuando el abuelo se emperraba en que le dijéramos bona nit antes de acostarnos, cuando carrañaba a papá por no hablarnos en su lengua, yo no alcanzaba a comprender tal obcecación.
Ahora lo hago. Ese cablecito que une a tierra hay que cuidarlo. Hay que protegerlo y reivindicarlo para que la abuela no sienta que las palabras que componen el paisaje de sus orígenes son menos dignas que cualquier otra. Hay que mantenerlo, precisamente, porque nos iguala, porque nos une a algo más allá de nosotros mismos, porque nos empuja sin remedio a un suelo común. El tan sonado arraigo.
Ese arraigo, me gusta pensar, lejos de encasillarnos, es lo que nos da libertad. Porque quién osaría salir cuando no hay un lugar al que volver; quien saltaría si no hay tejido comunitario que sostenga. Por eso, cuando veo que nuestros orígenes son motivo de disputa, cuando veo que crean distancias en lugar de espacios de acogida, siento preocupación y algo de pena.
Como ya evocara Juan Ramón Jiménez con sus raíces y alas –que las alas arraiguen y las raíces vuelen– el arraigo no son cuatro muros que nos separan del resto. El arraigo es, o debe ser, una mano tendida que nos ayuda. Defenderlo requiere, pues, no ser la alambrada, sino el abrazo. Requiere defender el zagal, pero también el mazo y el ploramiques. Ser el cariñer.