Mi amiga Amina tiene una mirada limpia y trasparente. Con sus 14 años, abre los ojos como dos ventanas de par en par para ver el mundo con admiración, mientras dibuja una sonrisa permanente en su rostro negro como el carbón. Su familia llegó a España hace varios años desde un país subsahariano buscando la dignidad que en su tierra les era hurtada.
Amina es alegre y simpática, con frecuencia ríe con ganas estallando en carcajadas contagiosas. En clase se esfuerza con diligencia y le gusta sacar partido del tiempo. Es una buena compañera, no hay duda. Siempre me dice que sus padres le animan a aprovechar la escuela, a aprender y a buscar superarse; para eso han dejado todo y han venido a este país.
Acababa de empezar el Ramadán y le deseé a ella y a todos sus compañeros islámicos un tiempo propicio y santo.
Al día siguiente llegó Amina, sonriente como siempre, me miró a los ojos y me dijo: “Esta noche he rezado a Allah y le he pedido que te bendiga para que seas un buen cura”. Me quedé sorprendido y emocionado y le contesté: “Esta noche le voy a rezar a Dios para que te bendiga y seas una buena musulmana”.
He recordado muchas veces esta conversación tan sencilla y tan hermosa a lo largo del verano. La he recordado cuando hemos sido testigos de sucesos vergonzosos contra la población islámica en rincones de nuestra tierra. Llamamientos a la “caza del moro”, alguna mezquita quemada y discursos incendiarios y vergonzosos, rebosando odio en nombre de no sé qué pureza étnica y de no sé qué patrias.
He sentido vergüenza y espanto con esas soflamas xenófobas y violentas. He pensado que nos hemos vuelto locos, que no hemos aprendido nada.
Ojalá esos fanáticos hubieran conocido a esa niña que hace unos meses fue para mí un sacramento de la ternura de Dios.
Lo que se han perdido esos tipos. No han tenido la suerte de encontrarse con la bendita sonrisa de Amina.