Después de Pentecostés, la Iglesia nos invita a contemplar dos misterios que están en el corazón de nuestra fe: ayer fue el recuerdo de Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote; y el domingo la solemnidad de la Santísima Trinidad.
En Jesucristo contemplamos al sacerdote que se ofrece a sí mismo. Su sacrificio no fue externo ni ritualista, sino la entrega viva, consciente y amorosa de todo su ser. Con su cuerpo entregado y su sangre derramada, Jesús no ofrece cosas, se ofrece a sí mismo: su cuerpo, su vida entera. No basta con ofrecer algo simbólico. Es su vida la que se entrega, no como una obligación impuesta, sino como una decisión libre, nacida del amor. Ahí se revela la grandeza de su sacerdocio: es una entrega total, altruista, pero sobre todo querida y bendecida por el Padre.
Esta entrega de Cristo no puede entenderse sin mirar al misterio de la Trinidad. Y aquí recuerdo una entrañable anécdota. Un obispo fue a confirmar a un pueblo, llamó a un joven y le preguntó qué había aprendido en la catequesis. El muchacho, sin dudar, respondió: “Gloria al Padre, gloria al Hijo y gloria al Espíritu Santo”. El obispo, sorprendido por el silencio que siguió, le preguntó: “¿Nada más?”. Y el joven, con firmeza, respondió: “¿Es que hay algo más?”.
El joven tenía razón. Toda nuestra vida, como la de Cristo, es un canto de gloria: al Padre que nos creó, al Hijo que nos redimió y al Espíritu Santo que nos sostiene día tras día. La Trinidad no es una idea complicada para expertos, sino el corazón mismo de nuestra existencia creyente. Todo lo que somos y hacemos nace de este Dios que es comunión, entrega, unidad y diversidad al mismo tiempo.
Cada vez que amamos, perdonamos, servimos, estamos reflejando esa Trinidad en nuestra vida cotidiana. Por eso, celebrar a Jesucristo Sumo y Eterno Sacerdote y a la Santísima Trinidad en la misma semana no es casualidad: es una gracia. El Hijo nos muestra el camino al Padre, y nos envía su Espíritu para recorrerlo con fuerza, esperanza y alegría.